Hay días en los que el pasado ruge con fuerza. Como si todo lo que alguna vez nos ató viniera a recordarnos que no hemos cambiado tanto. Que seguimos siendo esa esclava. Que no valía la pena tanto camino. Que no tiene sentido seguir avanzando.
Y sin embargo, justo en ese momento… ya estás libre.
El texto del Éxodo nos lo dice con una claridad estremecedora:
“Cuando se avisó al faraón que los hijos de Israel habían huido, él y sus servidores cambiaron de parecer…” (Éxodo 14:5)
La persecución no comienza cuando decides escapar, sino cuando ya te has escapado.
El alma ya no está encadenada. Ya no pertenece a Egipto. Ya ha cruzado la frontera interna de la esclavitud a la promesa. Y entonces… el faraón despierta. Se alza con 600 carros escogidos. Despierta con rabia. Con orgullo herido. Con miedo a que lo que fue ya no vuelva a ser.
Lo que se activa no es el ataque. Es el eco de la libertad.
Jacob también lo supo. Lo supo cuando oyó a Dios en la noche y llevó consigo todo su linaje, descendientes, historia y mujeres hacia Egipto, sabiendo que allí su alma —como la nuestra— pasaría por un exilio que también formaba parte del plan.
“No temas bajar a Egipto… yo mismo bajaré contigo, y yo mismo te haré volver” (Génesis 46:3-4)
El alma encarnada en Jacob no baja sola. Dios desciende contigo. Y no solo desciende: te promete que volverás.
Cada nombre registrado en ese capítulo no es una lista histórica. Es un símbolo del alma entera descendiendo a la vida. Nombres de emociones, de dimensiones, de aspectos de ti que Dios lleva en su mano. Vas al mundo. Te internas en sus leyes, en sus dolores, en sus estructuras… pero vas acompañada. Y en el momento justo, regresarás.
Jesús también habló de esta travesía. De esa noche oscura en la que el alma pide una señal. En Mateo 12, los escribas le piden a Jesús una prueba, un milagro, un signo. Pero Él, en su sabiduría, responde:
“Esta generación no recibirá otra señal que la del profeta Jonás”.
Porque hay señales que no se ven con los ojos.
Hay señales que solo entienden las almas que han bajado al vientre de la tierra.
Al igual que Jonás en el vientre del pez. Al igual que Jacob descendiendo con los suyos. Al igual que Jesús entrando al sepulcro.
No son castigos, transiciones
El cruce del mar, el descenso al exilio, el tiempo en el vientre… no son castigos, sino transiciones.
Y cuando el enemigo se alza con sus carros, cuando el pasado ruge y el miedo se hace presente, cuando todo parece cerrarse, es porque Dios ya abrió el mar delante de ti.
Ese momento no es para volver atrás. Es para cruzar.
No con miedo, sino con fe.
No con juicio, sino con certeza.
No con rabia, sino con humildad.
Porque cuando Dios endurece el corazón del faraón, no es para castigarte. Es para asegurarse de que no regreses jamás a lo que ya no eres.
El alma ha sido llamada.
Y no hay vuelta atrás.
No puedes volver a vestirte con las ropas de esclava cuando ya sabes que eres libre.
No puedes callarte cuando ya oíste la Voz.
No puedes esconderte cuando ya sentiste la Luz.
La única señal
Hoy, si el enemigo ruge, si los carros avanzan, si todo parece cerrarse… da un paso más.
Dios ya abrió el mar.
Ya descendió contigo.
Ya te prometió el regreso.
Y la única señal que necesitas es la que habita en tu interior: el eco suave de una promesa que no miente.
